‘Palabras y Caminos’, la columna de opinión de la periodista y guía turística brasileña y palentina Naide Nóbrega
Amaneció en el pueblo. Rosa abrió los ojos lentamente y miró aquel techo, aquellas vigas de madera, aquellas paredes de piedra. Nevaba afuera. La casa estaba calentita y tomada por un delicioso olor a madera quemada.
Se levantó curiosa. Había llegado por la noche y todavía no conocía el paisaje en el que estaba anclada. Apartó la cortinita y contempló la montaña. Todo estaba absolutamente blanco, mientras las casas parduzcas cambiaban el paisaje con sus piedras ecupiendo humo. Un conjunto perfecto, como un cuadro. Poco a poco nacía una mañana con una luz que ni Sorolla sería capaz de capturar.
Escuchó el ruido de un motor. En una villa tan pequeña, con aquella serpiente de carreteras finas, desde lejos se escucha quien se acerca. Su corazón latió más fuerte: era él. Pronto se dio cuenta que en verdad era “el del pan”.
- ¡Buenos días! Me llamo Josemari y le dejo una barra rústica. La primera es un regalo. Si desea que siga trayéndole o incluso algo más, como leche fresca de nuestras vacas, paso por aquí todos los días. Me ha dicho Espe que se quedará dos semanas, ¿verdad?
- Sí, exactamente. Cada día, si es tan amable, tráigame una barra de éstas y leche.
¡Gracias!
Nunca había tomado leche recién ordeñada y en 24 horas bebería la leche más pura de la comarca. Cerró la puerta, apretó el pan denso hasta oírlo crujir y lo olió, profundamente.
Minutos después escuchó otra vez un motor.
- ¿Ha vuelto el panadero?
Miró por la ventana y reconoció el coche. Llegaba su novio, Andrés. Cada uno venía desde una metrópolis distinta, habían quedado en encontrarse allí, en el corazón de Castilla y León. Quince días solos en una casa rural.
Andrés abrió la puerta del coche. En cada mano, una botella. ¡Son vinos de aquí, amor! ¡Buenos días!
Que se pare el tiempo. Lo que pasaba en aquel instante era auténtica vida. Andrés bajó sus cosas, los vinos, los quesos, los embutidos y sus ganas de compartir sensaciones.
- He parado en la última ciudad de abajo para hacer unas comprillas. Son todos productos de Castilla y León.
Lo que empezaba, pues, era una inmersión en patrimonio cultural, pueblos hermosos, gente increíble… y aire puro. Impactos pulmonares tatuados en la memoria del alma. Olores inolvidables. Hicieron muchos pequeños viajes por cuatro provincias sorprendentes. Cuando nevaba un poco más, la excusa de no salir era la carretera blanca. El objetivo real: construir memorias dentro de aquella casa del siglo pasado. Entender que la vida, al final, no es lo que uno tiene, sino lo que uno siente en este gran intervalo entre la primera y la última respiración.
Vieron osos, bisontes, lobos, ciervos y águilas. Se vieron a ellos mismos en aquel establecimiento turístico tan especialmente preparado para encantar. Esquiaron. Visitaron patrimonio visigodo, romano, románico. Degustaron los mejores sabores. Andrés, sumiller, se llevó de vuelta para Barcelona dos cajas de vino y muchísimos contactos. Rosa, médica, volvió para Madrid más sana.
Fotografiaron con el iris un mágico invierno de cielos azules.
Y sintieron felicidad. A tope.