Entra el visitante y le recibe la cruz, los brazos abiertos, entregada, y comienza la dispositivo cuidadosa con la que se leen no solo las obras, sino la fuerza evangelizadora del arte
En el antiguo Palacio que abandonaban revestidos los obispos de toda su pompa y circunstancia, edificio ilustrado del siglo XVIII que sirviera de base para un Francisco Franco que también ansiaba salir bajo palio en olor de multitudes, la historia tiene una nueva luz a través de las recuperadas vidrieras de nuestra memoria del arte. Al Palacio Arzobispal, por obra y sobre todo, por gracia del equipo de Tomás Gil y de Eduardo Azofra, responsable del Patrimonio Diocesano el uno y profesor de Historia del Arte el otro, le han nacido alas con las que sobrevolar su infausta memoria de refugio y convertirse en un Museo recién estrenado, itinerario de fe para el visitante, propuesta que no quiere ser una mera acumulación de exquisitas piezas recuperadas para el público del depósito diocesano, sino una lectura fecunda del arte a la luz de la fe, o de la fe a la luz y a la mirada del arte.
Entra el visitante y le recibe la cruz, los brazos abiertos, entregada, y comienza la dispositio cuidadosa con la que se leen no solo las obras que, llegadas de todas las parroquias de la diócesis, guardaba el palacio, sino la fuerza evangelizadora del arte. Porque no se trata solo de exhibir el secreto escondido, sino de mostrarnos la época en la que los hombres entraron en la modernidad. Una modernidad marcada por la devotio que busca una fe no racional, sino sentida, vivencia personal del alma materializada a través del arte. La fe románica, compartida, colectiva, se hace individual, compleja y particular a finales del XV porque el hombre se vuelve hacia el mundo, comercia con lo lejano, levanta la mirada, enriquece la perspectiva, observa el cielo, aprende e interpreta. Es el final del gótico representado por este Maestro Gallego del que tan poco sabemos que trae la influencia del arte flamenco, la tabla pintada que la incipiente burguesía busca para vivir en su casa, individualmente, una devoción nueva. Son tiempos de cambio y nos hablan de ello las tablas del Taller donde trabajan el Maestro Bartolomé y Pedro Bello, pintores representados en esta primera sala que tiene como protagonista a Fernando Gallego, recuperado en su grandeza.
El cielo de Salamanca en una bóveda que embebe al espectador
Leemos su firma y desconocemos si viajó a Flandes para aprender de artistas como Bouts o Van der Weyden su pericia delicada, su detalle cuidadoso. El mundo del Renacimiento expandía su mirada y tenía en Salamanca la sede universitaria del saber, y más allá, en la cercana Medina del Campo, la riqueza del comercio de la lana que posibilitaba todo intercambio… tiempos de modernidad y dinero para un Maestro Gallego que cumplía con sus muchos encargos, tablas y retablos que se cubrían de enrejados góticos, de hermosas composiciones cuyos fondos poco tenían que ver con la meseta nuestra, escalonados bancales de árboles y exquisitos horizontes para situar una figura central que, como la del resucitado, rescatado en una iglesia del Campo de Peñaranda, se yergue con el triunfo de la fe y de la belleza entre los delicados pliegues de su túnica roja.
Belleza que no solo engrandece el objeto, belleza que eleva a los fieles y a los estudiosos, porque de Gallego es ese Cielo de una noche de verano de esta Salamanca que el artista fijó en la bóveda de la antigua biblioteca. Por una vez, la antigüedad profana, clásica y sabia, se alía con la fe cristiana y marchan de la mano tocando las música de las esferas al son, no del maestro Salinas, sino de Miguel Sobrino, de Susana Calvo, de Azucena Hernández, quienes desde la ciencia y el conocimiento de los libros en los que se basó Gallego, completan para el Museo el Cielo de Salamanca en una bóveda que embebe al espectador en un paseo por las 48 constelaciones ptolemaicas. Y sube la mirada a lo más alto y se solaza en la cúpula que une al hombre con el creador, al estudioso –se usaba para aprender astronomíay al creyente. Es la mirada que une y no separa, la mirada que cree desde la belleza, el conocimiento, la ciencia y la tolerancia.
Emoción por la belleza, búsqueda de la esencia que nos eleva al cielo de Gallego
Leer el arte como camino de devoción, emoción y conocimiento. Esta es el deseo de quienes han dispuesto el Museo Diocesano. Y el espectador, fascinado, recorre el itinerario de lo bello. Leer la coronación de la Virgen de Gallego no es solo contemplar una tabla magnífica, sino descubrir que en realidad, la mujer entronizada es la reina Isabel a la que elevan nobles y ángeles que tocan fanfarrias de pompa y circunstancia con instrumentos de la época en la que la monarquía aprende de la unidad de la iglesia para ejercer su dominio. Una corona unida a la universidad salmantina que presume de cielo. Ese cielo que en la tierra cabe y que quiso el artista nacido en 1440 y muerto en 1507 representar más allá de los campos medievales. Nace desde el gótico la modernidad que nos devolvió a la sabiduría clásica, recuperando un pensamiento individual que cuestiona la fe y la interioriza a través del arte, pleno de símbolos y de conocimiento para ser sentido. Emoción por la belleza, búsqueda de la esencia que nos eleva al cielo de Gallego mientras el pintor nos habla de una época en la que, como la nuestra, el arte debía confrontar las sombras, iluminar las mentes, conmover la vista, emocionar el alma… sentir, a través de la vivencia del museo, una experiencia que nos lleva más allá de la obra. Y mientras suena la fanfarria de los ángeles en la coronación, delicada minucia de joyero, las constelaciones inundan el cielo de una luz que nos conduce allá donde ser mejores, bóveda toda del azul admirable.